Por: Washington Abdala | Infobae
El escenario planetario se está delineando con trazos gruesos. Ese Estados Unidos tan denostado como omnipresente sigue siendo, guste o no, el definidor de los grandes conflictos globales: por peso bélico, por economía, o simplemente por inercia histórica.
Con Biden, el estilo fue diplomático, casi sobrio, mientras abastecía a Zelensky de armas sin mayores aspavientos. Con Trump, el tono es más rudo, más transaccional, pero con una obsesión clara por evitar que las guerras se eternicen bajo responsabilidad norteamericana. Sí, también es cierto que muchos de esos conflictos los han motorizado ellos mismos, pero algo han aprendido: ahora ingresan solo cuando no queda otra. Los B2 y sus bombas perforadoras fueron eso: una irrupción de neurocirugía, casi con anestesia retórica, para golpear objetivos nucleares iraníes. Y poco más.
Se atacó a una nación que se proclama beligerante, que financia terrorismo global y que disfraza una dictadura como teocracia, violando sistemáticamente derechos humanos.
Irán es un régimen que pisotea a las mujeres, criminaliza a los homosexuales y se burla de la democracia. Curiosamente, muchos progresistas -que nos rodean- se indignan por cualquier iniquidad occidental pero guardan un silencio sepulcral ante estas tropelías, como si el solo hecho de que Israel o Estados Unidos estén del otro lado bastara para desatar la furia de sus discursos. Una hipocresía agotadora y una postura repugnante que ya está bien de soportarla sin denunciarla.
Europa, mientras tanto, observa. Casi siempre tarde, casi siempre tibia. La OTAN, sin el músculo estadounidense, apenas logra sostener su estructura. Y ahora, Washington los empuja: “Pongan los garbanzos o arréglense solos”. Todos se alinearon, menos Pedro Sánchez, que sigue atrapado en sus juegos cortesanos, cediendo lo que sea con tal de sobrevivir un poco más. Goethe no habría imaginado semejante decadencia sin inspiración trágica. Tiempo al tiempo: las urnas ya vienen por él.
Rusia, en su obsesión casi patológica con Ucrania, no cede ni cederá. Estados Unidos también quiere cerrar esa historia, pero sin regalar la dignidad ucraniana en lo que se pueda. El camino de la paz vendrá, sí, pero no a costa de una capitulación grotesca. Veremos cómo se escribe esa página.
El sistema multilateral está agotado. Esto es lo que demuestra todo lo que vivimos a diario. O está agotado como lo conocíamos. Las Naciones Unidas son un teatro triste. El Consejo de Seguridad es un club de caballeros en saco y corbata que discuten con frialdad sobre matanzas y genocidios, se mienten entre ellos y se leen discursos realizados por sus cancillerías como si fueran las compras del supermercado, eso sí, con rostros adustos y sacos caros, bien caros. Y el Secretario General recita frases huecas con tono de epitafio. La ONU nació en 1945 con 50 países. Hoy son más de 200, muchos de ellos con credenciales democráticas cuestionables. Solo en el Caribe hay 13 países que, sumados, no llegan a 10 millones de habitantes. ¿Qué representatividad puede tener ese esquema para hablar en nombre de la paz y los derechos humanos? Las mayorías hoy ya no son “sanctas”. Jaque mate institucional.
Es hora de un acuerdo entre Estados Unidos y China. Ambos lideran sus regiones, ambos influyen, y aunque parezcan enemigos naturales, tienen propósitos convergentes: expansión económica, orden global, estabilidad interna. Si estos dos gigantes se sentaran a rediseñar el tablero multilateral desde el pináculo, pocos lo discutirían. Lo saben. Y probablemente lo estén pensando. Y esto que pocos advierten se podría dar en algún momento. Las tarifas son coyuntura, lo importante es si se reconocen lo que son en este presente.
Europa está acabada como potencia. El euro cae frente al oro. Su identidad corporativa es un recuerdo. La demografía la condena al abismo y la migración desbordada solo ha acentuado sus fracturas internas. Europa hoy es un museo vivo: hermoso, nostálgico, pero sin vitalidad. Se reproducen los nacionalismos duros, el antisemitismo se ha vuelto una moda sombría y el islamismo radical se ha enraizado con fuerza. Con excepciones, claro. Siempre hay excepciones. Pero la tendencia es desoladora.
Irán, en este tablero, perdió. Al menos en el corto plazo. Tras la masacre del 7 de octubre, Israel no tenía opción: o reaccionaba, o desaparecía por asfixia. Respondió. Destrozó a Hamas, acotó a Hezbollah, y golpeó a Irán en sus plantas nucleares. No sabemos si fue suficiente, pero al menos detuvo el reloj un tiempo. Porque un Irán con bomba atómica no inquieta solo a Israel, sino a todo Occidente. Y los que insisten en ver a Irán como víctima deberían recordar que, si pudieran, los ayatolás nos pondrían a todos los infieles bajo castigo divino. Lo han dicho, lo creen, y lo intentarían.
Y aquí llega la tesis incómoda: lo que Irán no logra en el campo militar, lo impulsa en el terreno del terrorismo. Esa ha sido su especialidad. Ya lo hizo en Argentina, con precisión quirúrgica y con resultados impunes. Hoy, tras la afrenta recibida, nadie duda -al menos en los círculos de inteligencia- de que buscarán revancha. Y esa revancha no será convencional: será asimétrica, cobarde y cruel, como suelen ser los atentados.
“Hoy, todo Occidente está bajo amenaza de un terrorismo remasterizado por la ira teocrática de Teherán. Saberlo es imprescindible. Evitarlo, un deber.”
¿Dónde? ¿Cuándo? Nadie lo sabe. Pero todos coinciden en que está cerca: días, semanas o meses. Y América Latina no es un santuario inviolable. Venezuela ha sido aliada estratégica del régimen iraní, con presencia desde supermercados hasta industrias fantasmas, con pasaportes falsos, lanchas donadas, y -según algunas sospechas persistentes- hasta entrega de uranio (Informe Lanata en PPT de hace años). Recordemos al fiscal Nisman y su batalla contra los iraníes. No es anécdota. Es advertencia.
El continente no puede seguir creyéndose a salvo solo por estar lejos del epicentro. El epicentro es el mundo. Ya hubo sangre, ya hubo horror. Y la historia -como siempre- puede repetirse.
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