Por: Delia Rodríguez | El País
La ira del poder es una parte más del espectáculo hiperrealista de las redes sociales: sacas el móvil del bolso en el autobús y tienes un mensaje nuevo de tu pareja, los niños mueren en Gaza, en Wallapop la mesa que sigues ha bajado de precio y un tipo con el botón nuclear ha perdido los nervios, infartando a medios y mercados globales.
La realidad es que tenemos un problema. Algunas de las personas más influyentes del planeta son profundamente irracionales, y no parecen tener unos círculos cercanos capaces de frenarlos. Durante siglos, las sociedades desarrollaron formas de contener los impulsos de sus líderes. La burocracia que rodea al poder tiene muy mala fama, pero cumple una función sedante: mientras se sigue el procedimiento, se rellenan unos formularios y secretaría pasa nota, da tiempo a que el calentón se derrita. Pero las barreras desaparecen cuando el señor presidente lleva un móvil en el bolsillo y puede enviar un mensaje indebido en el momento menos oportuno a millones de personas.
Si nuestros poderosos aparentan ser especialmente emocionales no se debe solo a que exista una mayor transparencia. Lo parecen porque lo son, y el motivo es que nuestro ecosistema cultural e informativo está tan roto que incentiva esas cualidades. Esta es una época de líderes incendiarios porque la irracionalidad es rentable. Desde que existe internet el volumen y la velocidad a la que se transmite la información se han multiplicado, así que nos agarramos a los atajos perceptivos que nos funcionaron en el pasado, como priorizar el mensaje más emocional; los algoritmos replican este sesgo humano, amplificando la insensatez, y generando un inmenso negocio alrededor de ella. Los estudios son contundentes: la ira es más contagiosa que la alegría; cada juicio moral añadido a un mensaje político aumenta un 20% su posibilidad de retuit; el interés del lector en Facebook se dispara según se acerca a los límites del contenido prohibido.
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